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Correspondencias

No estoy seguro que la exposición Erice-Kiarostami. Correspondencias haya alcanzado los objetivos buscados por sus responsables, los comisarios Alain Bergala y Jordi Balló. Tampoco tiene mayor importancia. Creo que el interés de una exposición como ésta radica precisamente en ser susceptible de distintas interpretaciones. Al menos en su versión CCCB (no conozco la versión para La Casa Encendida), la posibilidad de acceder a la sala por el lado Kiarostami o por el lado Erice para confluir en la proyección de las vídeo cartas que ambos cineastas se enviaron era ya un aviso de una dualidad que, desde mi punto de vista —quién sabe si ya estaba presente también en la mente de los comisarios—, presenta dos visiones irreconciliables no tanto del cine como de esa entelequia que ha dado en llamarse cine en el museo.

En teoría, al menos en teoría, la exposición debería de resaltar las afinidades entre dos cineastas nacidos en lugares y culturas muy distantes, pero con apenas una semana de diferencia, el iraní el 22 de junio, el español el 30 del mismo mes del año 1940. Dos directores que en numerosas ocasiones a lo largo de los últimos años habían proclamado su admiración mutua. No hace demasiado tiempo, Kiarostami descubrió en el Festival de Taormina El sol del membrillo, película que se convirtió partir de entonces en uno de sus títulos de cabecera. Por su lado, Erice viene proclamando su sintonía con Kiarostami al menos desde 1992, año en el que El sol del membrillo se presentó en la sección oficial del Festival de Cannes. Recuerdo oírle en alguna entrevista durante la promoción de aquella película encendidos elogios en torno a Y la vida continúa, presentada también en Cannes en una sección paralela y que le había impactado sobremanera.

Sin embargo, no creo que exista mayor afinidad entre estos dos cineastas que esta admiración que ambos se profesan, más allá de ciertos e inevitables intereses por ciertos temas, en particular el de la infancia. Y no me parece que éste sea motivo suficiente para a partir de ahora pasear de la mano a Kiarostami y Erice. Cabe aventurar que en algún momento del pasado sus caminos artísticos se encontraron en alguna intersección a partir de la cual era fácil suponer que sus carreras transcurrirían en paralelo. Ese momento bien pudiera ser 1990-1992, los años de rodaje de El sol del membrillo, Close-Up e Y la vida continúa. No sabría decir hasta qué punto aquella época marcó también un punto de no retorno en la obra de Erice, con sus intentos posteriores de vuelta hacia la narración clásica (el frustrado y frustrante proyecto de La promesa de Shanghai). Que su carrera desde entonces se haya limitado a un guión (publicado), un par de cortometrajes, los Apuntes para la edición en DVD del Membrillo y el conjunto de obras que representan en la exposición no facilita que podamos interpretar los interese reales de Erice en tanto cineasta, quiero decir, como cineasta con un trabajo normalizado y que se hubiese desarrollado en otras circunstancias. La evolución seguida por Kiarostami en los últimos años es sin embargo mucho más transparente, sobre todo a partir de la Palma de Oro a El sabor de las cerezas o el premio en Venecia a El viento nos llevará. Es por estas razones que creo que el recorrido más lógico por esta exposición debería de iniciarse por las cartas que conforman la llamada correspondencia e, insisto, el punto de mayor contacto entre ambos cineastas, para, a partir de ahí, tomar dos caminos bien distintos. Un mismo punto de partida y dos senderos que se bifurcan proponiendo sendas propuestas radicalmente opuestas sobre el status actual del cine en general y de la obra de estos dos grandes artistas en particular.

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Un texto que acompaña la serie fotográfica Los caminos de Kiarostami aclara las intenciones del director iraní. Kiarostami confiesa que su interés inicial por la fotografía radicaba en la libertad que le proporcionaba no tener que contar historias, al no estar condicionado el medio por la narratividad. Esta ausencia del relato protagoniza todo su proyecto museográfico: el Kiarostami de la galería de arte o museo es un artista perfectamente adaptado al medio, ya sea éste la fotografía, la vídeo instalación (Sleepers, Ten Minutes Older) o el vídeo más o menos experimental (Five). La comparación con Erice salta a la vista. Basta confrontar sus respectivas aportaciones al film colectivo Ten Minutes Older. Así se explica que su propuesta fuese rechazada por los productores, mientras que la de Erice haya acabado por convertirse en una de las más celebradas de los dos largometrajes que conforman el proyecto. La impresión más inmediata es que Kiarostami ha acabado por diferenciar con total naturalidad su trabajo estrictamente cinematográfico, incluso sus más recientes experimentos digitales (Ten, Ten on Ten), de sus obras museísticas, abriendo incluso vías híbridas como ese Five que nació como vídeo instalación y acabó por ser exhibida en una sala de cine en el mismísimo Festival de Cannes: ¡así es como Kiarostami rinde homenaje a Ozu! De todas sus contribuciones a la exposición, ninguna inédita, ésta es la que podría establecer algún tipo de puente con el Erice menos narrativo, el de ciertos fragmentos de El sol del membrillo, por ejemplo, ya que el trabajo combinado de imagen y sonido parece estar sugiriendo en todo momento una historia (y es esto lo que aleja a Five de otros experimentos coetáneos contemplativos mucho más radicales… y en absoluto narrativos: estoy pensando en 13 Lakes, de James Benning). Pero lo más significativo es comprobar cómo, de un modo u otro, Kiarostami intenta buscar nuevos territorios de expresión que, inevitablemente, acabarán por contaminar sus experiencias cinematográficas más convencionales, si tal cosa es posible en un futuro cercano.

La pieza que mejor define el lugar que ocupa Erice en el cine contemporáneo es su instalación con los cuadros de Antonio López, unos lienzos que han sido cinematografiados, es decir, narrativizados, al incorporarles una dimensión temporal. Bajo el título Fragor del mundo. Silencio de la pintura se muestran cuadros muy conocidos de Antonio López acompañados de una banda sonora que recrea los espacios que recoge cada uno de los lienzos y un juego lumínico que modula el desarrollo de la contemplación. Efectos fílmicos de luz y sonido que inscriben la pintura en el tiempo, precisamente el debate que proponía El sol del membrillo y que parece marcar la relación entre Erice y López. El resultado es magnífico, del mismo modo que La Mort Rouge supone todo un reto para un cineasta tan poco dado a desvelar episodios de su biografía que devienen en confesiones sobre los misterios de su propia obra. Pero a diferencia de Kiarostami nos confirman que Erice todavía habita en ese planeta llamado cine del que habla en La Mort Rouge, un planeta dominado por el relato, un planeta en el que Erice piensa que aún quedan muchas historias que contar. Si La Mort Rouge es un complemento ideal que nos ayuda a ver y comprender mucho mejor El espíritu de la colmena, su primera carta a Kiarostami, El jardín del pintor, con su insólito sentido del humor, es un perfecto epílogo para El sol del membrillo. Sin embargo, la respuesta de Kiarostami, Mashhad, va mucho más allá: define que sus intereses como cineasta (o videasta) no están anclados en su obra pasada y no hay duda que su cámara volando como una mosca sobre la piel de una vaca debió de dejar muy desconcertado a su interlocutor. O fuera de juego. Y es en ese instante, el del inicio de la tercera carta, la menos interesante de todas, la titulada Arroyo de la luz, cuando queda de manifiesto que ambas actitudes son irreconciliables, el dilema que la exposición nos plantea: narrar o no narrar.

Tren de sombras Núm. 6, verano de 2006.
© Jaime Pena y trendesombras.com

Erice-KIarostami. Correspondencias