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1. Preámbulo doméstico. En un endecasílabo de Borges puede leerse que la lluvia es una cosa que siempre sucede en el pasado, y se me ocurre que está bien comenzar con esta cita no porque Crash —que encima tiene la osadía de usurpar el nombre de una película de Cronenberg— esté a la altura del escritor argentino, sino porque también tiene que ver con el pasado y la lluvia, pues uno puede ver y escuchar esta película, al decir de Octavio Paz, como quien oye llover. Con la misma somnolencia indiferente con que escuchamos la lluvia desde la cama un día en que no tenemos que levantarnos para trabajar. Sin embargo, Crash acaba de ganar el Oscar a la mejor película del año y, aunque muchas otras malas películas se han alzado con el mismo premio y hoy ya nadie las recuerda, mientras tanto los medios de comunicación nos inundan con panegíricos sobre sus inexistentes virtudes, y el ruido que hace la publicidad de su éxito nos impide darnos vuelta y seguir en paz con los sueños cinematográficos realmente válidos. No está de más, entonces, aclarar algunos tantos sobre ella y sobre algunas otras nominadas de la última entrega de premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de los Estados Unidos de América.

Para hacerlo voy a remontarme hasta el mes de septiembre del año pasado, pues esa fue la época en que la película se estrenó en la Argentina con el nombre de Vidas cruzadas. Esa es una de las razones por las que decía que Crash tiene que ver con el pasado, razón que voy a usar para trazar una breve crónica de mi encuentro con ella. Algunas semanas antes de su estreno me topé en un club de video con una copia inédita que esa noche, bien dispuestos con mi mujer a disfrutar de una anticipada sesión de cine, puse a andar en mi reproductor de DVD. Si no recuerdo mal, ella tuvo la suerte de dormirse a poco de empezar la película. Mi fortuna no fue tanta. Promediada la película, la furia que sentí ante tamaña demagogia me hizo saltar de la cama, despertar a mi esposa y solicitarle que la viera junto conmigo para confirmar que no sólo era cierto lo que mis ojos miraban, sino también justo lo que mi criterio condenaba. Porque Crash escoge situarse únicamente en el plano de la (in)moral(idad), descartando desde un principio todo tipo de búsqueda formal más o menos rigurosa.

Pocos días después me pidieron que escribiera la crítica correspondiente para una revista especializada. Mi primera reacción fue defenestrarla sin el más mínimo decoro, pero terminé apostando por el humor, habida cuenta de que la del crítico indignado suele ser una pose tan estéril como cualquier otra, y descontando que el escaso interés de los espectadores, una distribución mas bien acotada, la indiferencia de los medios masivos de comunicación, y el olvido de todos la tornarían irrelevante sólo unos minutos después de estrenada. Recuerdo que terminé la breve columna que se le dispensó en la revista con esta frase: “Por estas y otras muchas razones, Crash es una película inmirable y será, esperemos que prontito, otra película invisible más” (El neologismo y el diminutivo delataban el odio mal disimulado detrás de una gramática condescendiente). Menos mal que se me ocurrió ser crítico cinematográfico en lugar de pronosticador meteorológico o vidente. Gano menos pero nadie repara demasiado en lo que digo. La prueba de ello es lo que comenzó a suceder con la película unos seis meses después: fue nominada por la academia, los mass media comenzaron a fogonearla a toda hora, la gente que sólo va al cine a fines de marzo y principios de abril se sentía importante por su temática, y el Oscar a la mejor película del año terminó por institucionalizar este mamarracho.

2. Crash o la banalidad del mal. Crash es un relato coral —y moral(ista)— sobre la ciudad de Los Angeles —y EE.UU. todo después del 11-S— que comienza con un plano de Don Cheadle —productor de la película y encargado de predicar su contenido edificante desde la voz en off siempre grave y la cara continuamente compungida— después de haber sido embestido de atrás en su coche por el automóvil de una asiática, diciendo que la gente choca mucho porque no se toca lo suficiente (¿?). La pompa y circunstancia de momentos como ese —subrayados por las intervenciones de Mark Isham desde la banda sonora, que atosiga con world music y acordes importantes— y la calculadora simetría del guión terminan por hacerla insoportable más o menos al cuarto de hora. Esa reflexión inicial, frívola y pretenciosamente profunda, nos dan el tono de todo lo que vendrá y nos avisan que estamos ante una película en el que importan más las palabras —en tanto portadoras de un mensaje que subraya el contenido de las imágenes— y los temas que la puesta en escena y la autonomía de los personajes.

El tono predicativo y el esquematismo del entramado dramático, con espacio para el lucimiento del estelar reparto reunido a favor de una buena causa, recuerdan al Altman de Ciudad de ángeles(1), cínico, misántropo y sermoneador. Entonces comenzamos a entender algunas cosas. No estamos ante la película de un cineasta, sino ante la película de un guionista que no confía en las imágenes. El titiritero en cuestión se llama Paul Haggis, está por dirigir otra película con guión suyo sobre los atentados a las torres gemelas y, para mayores datos, fue quien escribió la última película de Clint Eastwood. Si alguno de vosotros recuerda la potente Million dollar baby, coincidirá conmigo en que tenía un par de secuencias cuya falta de sutileza resultaba ajena a lo mejor de la obra del cineasta. Más precisamente, el accidente de Hillary con el banquito, y la visita de su familia al hospital para hacerle firmar un testamento que las favoreciera al momento de su muerte. Ahora ya sabemos quién estaba detrás de ellas. Imagínense, entonces, lo que este sádico en bruto, pero con aspiraciones de gurú laico, es capaz de hacer con unos cuantos millones de dólares, una veintena de personajes, un tema como el del odio racial, y nadie que lo controle. Ni más ni menos que un verdadero desastre en el que nada escapa al control del libreto, los golpes bajos se suceden sin descanso, abundan las redenciones falsamente equitativas, y las soluciones propuestas para el complejo problema de la convivencia étnica son de un simplismo sentimental que limita con la criminalidad.

¿O no llega a ese punto un tipo que no duda en mostrar, primeros planos y ralenti mediante, a una nena de tres años a quien su padre le ha regalado una capa protectora invisible, para que no tenga miedo de los disparos que se oyen en su barrio, atravesándose en el trayecto de la bala que le dispara un almacenero ofendido porque le robaron después que el susodicho cambiara la cerradura de su local? ¿U obligarnos a perdonar al policía que violenta el clítoris de una mujer delante de su marido sólo porque su padre tiene problemas de vejiga y no lo deja dormir de noche, o porque después la salvará de morir incinerada en su automóvil a punto de explotar? Parece que para Haggis el cine consiste en repartir absoluciones o sentencias a diestra y siniestra y, si esto ya indica una omnipotencia irritante, hay algo todavía peor: su calculadora frialdad. Nada mejor para ilustrar esto que aclarar algo sobre la mencionada secuencia en que una chiquita intenta salvar a su padre con su capa inexistente. La bala que dispara el agresor resulta ser una bala de fogueo, oportunamente cargada por un personaje secundario unos planos antes. En realidad, cargada por el guionista para no enfrentarse a las consecuencias del acto que sugiere, y así propiciar una redención tan providencial como falsa.

Todo es falso en la película de Haggis. Sandra Bullock maltratra durante toda la película a su personal doméstico y, sobre el final, se sienta junta a una empleada latina y le dice que ella es, en verdad, la única amiga que tiene. Paremos con los eufemismos, por favor. La hispana la mira con desconcierto porque es y seguirá siendo su empleada, no su amiga. Pero todo lo que pasa en Crash es así: no solamente falso, sino también feo. Toda Crash es un catálogo de fealdades sin el más mínimo atractivo visual ni sonoro que puede gustarle solamente a quien no le gusta el cine y va de vez en cuando a ver algún drama naturalista que le confirme lo mal que va el mundo y lo bien que está su conciencia por darse cuenta de ello. De allí lo mucho que Crash tiene que ver con la religión. Pero no con la religión como mediadora entre el hombre y Dios, o lo sagrado, sino como institución impersonal que uniforma, a la par que adula, la mente del feligrés maltratándolo durante un par de horas con el recuento de sus pecados, para finalmente tranquilizarlo haciéndole creer que se encuentra en un plano moral superior a todos aquellos que ni siquiera acuden a la iglesia a confesarse, o que van a esa versión laica de la iglesia en la que algunos convierten a la sala del cine, para cualquier cosa menos divertirse o celebrar la belleza del mundo.

3.  Brokeback mountain o la banalidad del bien. No cabe duda de que Crash era la peor de las cinco películas que figuraron como candidatas al Oscar de este año. Si una de ellas debía perder —ni siquiera no ganar— esa era Crash. Pero esta parábola reaccionaria disfrazada de progresismo fue escogida como la mejor del año, y la elección nos sorprendió bastante a todos. ¿Qué fue lo que pasó? La respuesta a esta pregunta tal vez habría que buscarla en un viejo refrán que mi abuela solía repetir a menudo: “La culpa no es del chancho sino del que le da de comer”. Lo cierto es que así como cualquiera de nosotros estaba seguro de que Crash era sólo una figura decorativa entre las cinco candidatas, demasiada gente daba por seguro el triunfo de una película que pasó a convertirse (por deseo propio y susto ajeno) en algo así como el adalid de los derechos civiles de las minorías y la vanguardia de la rebeldía liberal y demócrata contra los desatinos de Bush y la manada de bestias que lo acompañan en el poder. El mismísimo Kenneth Turan describió a Brokeback mountain como una película “transgresora, audaz y necesaria”, a la vez que se lamentaba por su derrota.

Y aquí creo que nos estamos acercando al meollo del asunto. Como pocas veces en su historia, esta entrega de los Oscar se transformó en la arena pública perfecta para la discusión política. Lo peor de todo es que ambos bandos implicados en la contienda escogieron, a mi entender, nadar apenas en la superficie y no jugarse a fondo con ninguno de sus postulados. Me corrijo: hay otra cosa aún peor que esa, y es que todo el mundo se olvidó del cine cuando este debía ser la estrella de la ocasión. Un ejemplo de ello es la cita de Turan que mencionara unas líneas más arriba. Queda claro que para este crítico la película de Lee importa más política que cinematográficamente, e incluso que el cine es válido en tanto sea un medio para propagar ideología y no una actividad con parámetros propios que deba preocuparse por su autonomía y lenguaje antes que por transformarse en herramienta de un mensaje previamente formulado. Pero eso no es todo. Podríamos tolerar que alguien juzgue necesaria a una película, aún teniendo en cuenta la gran cantidad de necesidades básicas reales que padece este planeta, e inclusive a esta en particular por diez mil razones personales diversas, pero no que se equivoque tanto en cuanto a la postura que ella asume. Porque si hay algo de lo que carece Brokeback mountain es de transgresión y audacia.

En su crítica de la película publicada en el número 165 de la revista argentina El Amante, el crítico Diego Trerotola señala esto último con bastante claridad: “No es una película de cowboys gays, aunque este eslogan se repita hasta la estupidez: primero, porque como la mitología del cine inscribió, los cowboys son personas valientes, y los protagonistas delineados por Lee son dos cobardes que no se animan a vivir juntos; segundo, no son gays porque no comparten ninguna sensibilidad colectiva ni se reconocen como parte de una comunidad a partir de prácticas sociales y políticas (lo gay surge principalmente como sociabilización colectiva de la orientación sexual, no como forma de definir sujetos por sus conductas sexuales)”. Una tendenciosa malversación semántica propia de este país llama putos por igual a homosexuales y cobardes y no ha sido raro escuchar que alguno decía que Brokeback mountain era la película de los vaqueros putos. El problema es que el film de Lee termina siendo, por lo prolijo, sin agallas, apático e institucional, un cine carente del valor necesario como para tomar a Hollywood por asalto y desde allí conquistar un lugar mítico en su historia.

Acerca de otra vieja película presuntamente transgresora, el crítico argentino Quintin supo decir que “había una dimensión utópica y, al mismo tiempo, una visión conformista” en ella. “La de que toda radicalidad es aceptable —aún la política y la sexual— menos la artística. Es en la concepción del cine como productor de emociones dirigidas y controladas, de imágenes codificadas por la experiencia previa de la audiencia, de planos que tienen un sentido unívoco donde aparece la marca de ese conservadurismo. Son las reglas del cine masivo. Que no es un pecado, pero sí un límite para la audacia.” Transcribí la cita completa porque creo que explica lo que ha pasado con las películas liberales que este año fueron nominadas al Oscar. Sus posturas tímidas —y esto incluye la versión amputada que hiciera Bennett Miller de la vida de Capote en la película de igual título— únicamente piden que les dejen apenas un rincón del sistema —social y cinematográfico— donde acomodar su celuloide conformista. No extraña, entonces, que una película con tan flaca identidad sea vencida por otra que declama a los gritos su mensaje redentor y demagógico sobre la raza humana.  

4.  Good night, and good luck o el cine. Claro que entre una y otra opción estaba Good night, and good luck, pero nadie supo o quiso reparar en ella a la hora de los votos.  Tal vez en favor de la mencionada ceguera general, es preciso decir que George Clooney es un autor cuya elegancia se despliega con tanta discreción que no sorprende demasiado lo desapercibido que pasó su película para el público y la academia. El concepto de madurez suele diferir según se lo aplique a un artista o a un hombre común y corriente. No debería ser así pero la idea de madurez artística comporta un grado de riesgo y audacia creativas que contrastan con el sesgo confortable y acomodaticio que rodea a ese mismo vocablo cuando se lo aplica a otras áreas de la existencia. Un artista maduro es un tipo que inaugura y sostiene derroteros estéticos con rigurosidad, eficacia y lúdica libertad. Un hombre maduro es un tipo que cuida su god´s little acre, hace lo que sea y a cualquier precio por conservar su status y pospone, en su flotante afán de corcho, todo gasto, derroche o gesto crítico y hasta cívico que pueda alterar el fiel parcial de su balanza financiera. Todo esto para decir que George Clooney es un artista cabalmente maduro y que sus personajes reflejan la austera voluntad de escoger lo correcto ante cada dilema moral que se presente. Por eso Good night, and good luck fue la mejor, la más valiente y la más noble de las cinco películas nominadas al Oscar este año.

A diferencia de las otras, la película de Clooney no se vende cómo algo que no es (la historia del hombre que destruyó a Mc Carty, por poner un ejemplo) ni se propone como valiosa en un plano de la realidad que exceda al puramente cinematográfico. Vale decir que no se aprovecha de un tema (el de la xenofobia en Crash, o el de la homofobia en Brokeback mountain) para construirse como película sino que lo usa como un elemento más integrado a la puesta en escena. Ese rigor le ha quitado publicidad y premios, pero dónde se ha visto que la verdadera audacia, la transgresión no codificada, y el riesgo moral sean exitosos. Como su protagonista, Clooney suma su grano de arena al de muchos otros para que el esfuerzo conjunto derrote a los inescrupulosos, pero sabe que el mérito no es sólo ni mayormente suyo. Por eso es la única película nominada en la que los individuos tienen tanta importancia como la sociedad en la que están inmersos, y no menos o más como en Capote o Brokeback mountain. No es que Clooney la idealice ni que la deteste. Sabe que la sociedad es un producto de los individuos y que la participación en ella es inevitable. Que la ley es una herramienta, que la suma de poder es peligrosa, y que es preciso conocer las reglas del juego y el límite de las propias fuerzas para seguir en carrera. Todo lo cual le confiere a sus personajes una dimensión heroica sin salirse jamás de los límites humanos y, lo que es aún más difícil, cívicos. Tal vez demasiado para un Hollywood que oscila entre la retórica pseudo religiosa perversa y un ataque —si es que puede llamárselo así— a las convenciones sociales políticamente demasiado correcto.

Tren de sombras Núm. 6, verano de 2006.
© Marcos Vieytes y trendesombras.com

Los Oscar: el crash del´06

 
notas


(1) N. del E.: Short cuts (1993), estrenada en España como Vidas cruzadas.