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Jia Zhang-ke

La catatonia nacional.

Catatonia.
1. f. Psicol. Síndrome esquizofrénico, con rigidez muscular y estupor
mental, algunas veces acompañado de una gran excitación.

Texto: José M. López Fernández
Datos y compilación de citas: Raúl Pedraz

 

Al final de una de sus crónicas del Festival de Venecia para el periódico El País, Enric González colocaba a Sang sattawat de Apichatpong Weerasethakul como la virtual ganadora de un hipotético “León Catatónico” de la Mostra. La humorada tendría su gracia si no fuera más que eso, pero un poco antes habíamos podido leer: “Resulta imposible hacer algún comentario sobre el pulso cinematográfico de Weerasethakul: la cuestión queda pendiente hasta el día en que decida mover la cámara” y nos enteramos entonces de que para tener “pulso cinematográfico” es condición inexcusable “mover la cámara”, aunque no nos aclare si es imprescindible hacerlo en vertical u horizontal, en movimientos rotatorios o a una determinada velocidad en metros/seg. Resulta extraño que nos birle esos datos fundamentales cuando sí que ha sentido la necesidad de cronometrar la secuencia inicial y considera destacable que sean “cuatro minutos de mirada estática sobre un campo”. Vaya. Si durante esos cuatro minutos hubiera movido la cámara, pongamos que en un portentoso travelling lateral, ¿podría otorgársele ya a Apichatpong un certificado de “pulso cinematográfico”? ¿Seguiría González considerando esa secuencia digna de mención?

Durante la última edición de la Mostra de Venecia hemos visto cómo se vapuleaba a las mismas películas y con los mismos “argumentos” en varios de nuestros medios de comunicación ¡Qué encomiable unanimidad! Y precisamente en una edición histórica que brillaba a priori por los grandes nombres que Marco Müller y su equipo habían logrado reunir. Los ejemplos fueron muchos y variados pero para este tablón hemos decidido seleccionar extractos exclusivamente de los tres periódicos españoles más importantes: El País, El Mundo y ABC. Según la última oleada del EGM (Estudio General de Medios), entre los tres suman 4.231.000 lectores/día, lo que nos da una idea estadística de la repercusión que alcanza lo que en ellos se publica. Evidentemente, su repercusión real va más allá de esos números, confluyendo en un estado de opinión falsamente dominante y unánime.

No es nada nuevo descubrir actitudes y aseveraciones semejantes en los medios de comunicación españoles. Estamos acostumbrados a callar —que no otorgar— porque, como dice un amigo, es muy fácil —a la par que cansino— desmontar a según que cronista/periodista/corresponsal. Podemos seguir mirando a otro lado o limitarnos a comentarlo en privado, no sin resignación, pero visto el grado de ensañamiento que la ortodoxia cinéfila ha desplegado en esta ocasión, cayendo incluso en la descalificación personal y en el desprecio nada disimulado, creo necesario levantar las manos y apoyarlas en el teclado. Son muchos años leyendo el desconcierto y el desagrado de unos cronistas quejosos que uno se imagina recorriendo los pasillos festivaleros con sus honorables manuales de cine al hombro, bramando su descontento a quien quiera oírles (con mucha probabilidad, también españoles pues es conocido el endogámico aislamiento que practican). Todavía tenemos muy cerca el último Festival de Cannes del que la crítica de otros países (ver portada del Cinema Scope nº 27, por ejemplo) se trajo Juventude Em Marcha de Pedro Costa como la película fundamental de una pobre edición. Nuestro compañero Jaime Pena realizó una vibrante crónica para la revista argentina El Amante que apuntaba en esa misma dirección. Comenzaba así: “Una película puede salvar un festival. Un festival puede justificarse gracias a una sola película”. En cambio, en los medios españoles fue despreciada o directamente ignorada (¿la habrán visto entera, al menos?).

Si nos remontamos unos años atrás podemos recordar también la 52ª edición de la Berlinale, celebrada en 2002, donde ocurrió con El viaje de Chihiro de Hayao Miyazaki algo muy parecido a lo sucedido este año en Venecia con Naturaleza muerta (Sanxia haoren) de Jia Zhang-ke. Miyazaki se hizo entonces con el Oso de Oro “contra todo pronóstico” —compartido con Bloody Sunday de Paul Greengrass— y asistimos al triste espectáculo de unos corresponsales que, simplemente, no se habían dignado a verla, con la honrosa y sorprendente excepción de Carlos Pumares, que además alabó la película. Este año, Naturaleza muerta fue la película-sorpresa que la organización tuvo la desfachatez de programar a las 00:00 horas, “con nocturnidad y alevosía” según Enric González, y que ninguno de nuestros cronistas tuvo la deferencia de ir a ver a pesar de que competía en la Sección Oficial (que terminaría ganando). Los que hemos cubierto algún que otro festival —muchas veces pagándonoslo de nuestro bolsillo, con acreditaciones “B” y durmiendo quién sabe cuánto y quién sabe dónde— sabemos lo duro que es su día a día y también que la última película del día, y a esas horas, supone un gran esfuerzo extra. Pero también sabemos que Jia Zhang-ke lo merece.

Porque, además, tampoco es cierto que Naturaleza muerta se proyectara “en un único pase nocturno“ ni “un día a las tantas de la noche” —las blandas excusas presentadas por Carlos Boyero y Oti Rodríguez Marchante respectivamente—, pues la película tuvo tres pases en dos días distintos, como puede comprobarse aquí. La causa de su ausencia en la sala es de naturaleza distinta, lo sabemos bien, aunque también tiene que ver con la muerte, con la muerte de su cine. “Nadie se había percatado de su futura trascendencia”, argumenta Boyero. Es cierto, ¿quién lo hubiera pensado? Jia Zhang-ke apenas sí ha realizado cuatro grandes largometrajes (que yo haya visto) que han sido programados y premiados en estos grandes festivales por los que nuestros atribulados cronistas realizan turismo cinematográfico. Pero, por otro lado, no es de extrañar que se les escapen estas obritas sin interés porque en realidad sólo van a verlas “los parientes de Jia, dos que no tenían hotel y una representación muy selecta de entre lo más colgado de la crítica...”, según las amables palabras de Oti. Sólo podemos agradecer que, una vez más, el palmarés de un festival —que por otro lado nos importa poco a nada— haya dejado “colgados” a aquéllos que —cobrando— no hacen su trabajo.

Llegados a este punto, quiero aclarar que este texto no juzga en ningún momento el “gusto” de Boyero, Rodríguez Marchante y González, pero sí pretende criticar el ejercicio de la crítica —o el periodismo cinematográfico, en este caso— ejercido exclusivamente desde el gusto personal. Algunos creemos que la crítica de cine es algo más que eso. También habrá quién me haga notar, acertadamente, que existe la posibilidad de que las películas mencionadas hasta ahora no estén a la altura, o al menos no todas ellas. Al fin y al cabo, nosotros no hemos tenido la gran suerte de poder verlas todavía y ellos sí (bueno, menos una), pero compañeros que han estado en Venecia —sudando cada minuto del festival— y en cuyo criterio confiamos nos dicen que las películas más interesantes de esta edición han sido precisamente —y como siempre— las que este conciliábulo del gusto ha despreciado. Además, la experiencia nos ha demostrado que películas que hemos visto vilipendiadas y despreciadas por estos —y otros— corresponsales han pasado a formar parte de nuestro canon personal cuando hemos tenido la oportunidad de verlas. Mucho tiempo después, claro, y gracias a filmotecas, festivales españoles con criterio —Gijón, Las Palmas…— o a través de Internet pues, evidentemente, este cine no se estrena comercialmente en España. Tendríamos que preguntarnos por qué, y más concretamente por la relación existente entre los criterios generalistas de distribución y el estado de excepción cultural generado desde nuestros medios.

Pero ¿de qué tipo de cine estamos hablando exactamente? Creo que por los nombres citados hasta ahora es evidente, pero quedará aún más claro si elaboramos un rápido top veneciano: Apichatpong Weerasethakul, Jia Zhang-ke, Tsai Ming-liang, David Lynch, Alain Resnais, Jean-Marie Straub & Danièle Huillet o Johnnie To. Son muchos más, y según el festival unos irán entrando y otros saliendo, pero en todos ellos vemos el impulso que les aleja de la mirada nostálgica hacia unas formas, temas y actitudes determinadas. Al final de El estado de las cosas de Wim Wenders el director de cine interpretado por Patrick Bauchau se encuentra con su productor y este le adoctrina: “Sin historia, estás muerto. Es como si construyeras una casa sin paredes. Una película debe tener paredes”. Se entiende perfectamente la exigencia del productor porque las películas sin paredes ¿cómo se recorren? No tienen puertas, no tienen estancias, ni siquiera pasillos o corredores; el aire fluye, libre, y la corriente se lleva viejos vicios (puede que para traer otros, pero en todo caso nuevos y libres).

En su libro sobre Olivier Assayas, Líneas de fuga, Àngel Quintana decía (p.26): “Hacia 1997 comenzó a surgir en la cultura francesa un debate en torno a cómo la cultura surgida de la cinefilia había descartado la experimentalidad y había impedido llevar a cabo un interesante cruce entre el cine y las artes plásticas”. Y es interesante comprobar cómo esa “cultura surgida de la cinefilia” pervive hasta nuestros días y cómo sigue apoltronada en sus asientos de privilegio repudiando todo aquello que huela a experimentalidad, confundiendo lentitud con tedio, narración con historia o no narración con antinarración. No todo acto artístico puede ser convertido en espectáculo, ni toda historia en narración pero, aún hoy, seguimos observando sus rabietas, como niños a los que se ha privado de su cuento antes de dormir —su dosis diaria de narración— y son incapaces de disfrutar, en cambio, de las sombras que las luces de la calle forman en el techo, esas formas precinematográficas que tan bien filmaron José Luis Guerín y Lee Chang-dong.

Creo que tampoco es pedir tanto. No se trata de adoptar como dogma el arte “austero, formalista y difícil” de Adorno, por ejemplo, ni el “texto de écriture” de Baudry caracterizado por una relación negativa con la narración, pero sí de aceptar una más de las mutaciones en que el cine se encuentra sumido y que para algunos están opacando la pantalla cuando lo que realmente están logrando es hacerla más permeable a nuevas formas y lenguajes. Hace tiempo Marguerite Duras se hacía la pregunta más pertinente del mundo (y la más humilde): “¿Por qué no hacer una película de lo que se desconoce, de lo que aún se desconoce?”. ¿Por qué no?, nos preguntamos con ella.

José M. López Fernández
13 de septiembre de 2006

Gracias a Raúl Pedraz por su ayuda en la redacción de este artículo.

 


Compilación de citas

Jia Zhang-ke | Apichatpong Weerasethakul | Tsai Ming-liang | Alain Resnais | Jean-Marie STRAUB & Danièle HUILLET | Johnnie To | David Lynch

 

JIA Zhang-Ke

ABC » Oti Rodríguez Marchante
Cuando un jurado se atasca durante horas y horas antes de llegar a un veredicto, tal y como le ha ocurrido al de esta edición de la Mostra, lo mejor es salir corriendo cuanto antes hacia el otro lado; aunque, por mucho que uno corra, le acabará pillando la onda expansiva. Aquí, Catherine Deneuve, la presidenta, y sus muchachos, Bigas Luna, Cameron Crowe, Chulpan Khamatova (actriz), Park Chan-wook, Michel Placido y el productor portugués Paulo Branco, no acababan de verlo claro y al final han decidido, como se suele hacer en estos casos, jugárselo a los chinos: el León de Oro para Jia Zhang-Ke y su película «Sanxia Joren», en la que el autor de la poliédrica y multicultural «El mundo» narra con estilo contemplativo la vida de una aldea sumergida al construirse una presa. Lo gracioso del asunto es que esta película de Jia Zhang-Ke ni siquiera estaba programada de antemano; se proyectó sobre la marcha y en plan sorpresa un día a las tantas de la noche y sólo acertaron a verla los parientes de Jia, dos que no tenían hotel y una representación muy selecta de entre lo más colgado de la crítica... Sobre lo que viera a esas horas, o cuando fuese, Catherine Deneuve se podrían hacer diversas lucubraciones graciosas.

EL MUNDO » Carlos Boyero
Es bastante raro que los premios que deciden los jurados en los festivales de cine coincidan con las quinielas que establecen previamente los informadores y los críticos. Los gustos de ambos gremios no suelen ponerse de acuerdo casi nunca.

Por ello ha existido en la sala de prensa un silencio glacial y pasmo transparente cuando la presidenta Catherine Deneuve ha declarado que el codiciado León de Oro le había caído a la película china Naturaleza muerta, dirigida por Jia Zhang-Ke. La habían programado como sorpresa y en un único pase nocturno. Nadie se había percatado de su futura trascendencia. Al igual que en el argumento de la obra de Gianni Amelio La estrella que no existe, injustamente olvidada en el palmarés, Naturaleza muerta habla de la revolución industrial que se está produciendo en China. Con un tono narrativo y unos planteamientos estéticos y éticos semejantes a los del neorrealismo italiano, describe la creación de una presa hidráulica en los pueblos cercanos al río Azul y cómo eso transforma la vida de sus habitantes que penosamente se ven obligados a emigrar.

EL PAÍS » Enric González
La Mostra de Venecia tuvo ayer una conclusión pasmosa. El jurado presidido por Catherine Deneuve concedió el León de Oro a la película china Naturaleza muerta, de Jia Zhang-Ke, presentada al concurso como "sorpresa" (no figuraba en la selección oficial) y proyectada el miércoles a medianoche en un cine casi vacío.

[...]

Cuando se conoció la película ganadora, la primera reacción en el Palacio del Cine fue de estupor. Al estupor siguió el frenesí: había que encontrar a alguien que hubiese visto Naturaleza muerta. Al parecer, la obra se desarrolla en la región de las "tres gargantas" del río Azul y se centra en las víctimas del éxodo impuesto por la construcción de la mayor presa del mundo. La temática resulta bastante parecida a la de La estrella que falta, de Gianni Amelio: una denuncia contra la inhumanidad de la revolución industrial china. Un crítico del diario La Repubblica, uno de los pocos que conocían Naturaleza muerta, indicó que el estilo recordaba al neorrealismo italiano de la posguerra y que el guión contaba con algunos rasgos de comedia. El mismo crítico añadió que muchos elementos de la historia hacían referencia a cuestiones muy locales y resultaban difícilmente comprensibles para el espectador occidental.

Nadie fue capaz de adivinar, ni siquiera intuir, el desenlace de la Mostra. Quizá en el veredicto del jurado, del que formaba parte el cineasta español Bigas Luna, influyó la voluntad de crear un poco de polémica: el mes que viene se celebrará el primer Festival del Cine de Roma, una competencia muy poco apetecida por el certamen veneciano, y a la Mostra le conviene toda la publicidad que pueda conseguir.

Es posible que Naturaleza muerta mereciera el León de Oro. Pero quedó claro que un amplio sector del jurado prefirió Nuevo mundo, la hermosa fábula sobre la emigración siciliana firmada por Emanuele Crialese. Para resolver el bloqueo se improvisó un premio especial para el filme italiano.

 

Apichatpong WEERASETHAKUL

ABC » Oti Rodríguez Marchante
Además de esto, en la competición se programó «Syndromes and a Century», del tailandés Apichatpong Weerasethakul, de quien ya se dijo que tiene un prestigio casi tan largo y difícil de entender como su nombre gracias al premio que tuvo en Cannes con «Tropical Malady». Ésta que ha presentado aquí no se parece, afortunadamente, a la otra, y aunque sin renunciar a sus maneras pedantes y grandilocuentes viene a contar una historia más sencilla y enternecedora con los personajes de un hospital.

EL MUNDO » Carlos Boyero
Como no todo pueden ser alegrías en los masoquistas festivales, nos han castigado con la película tailandesa Sang sattawat, dirigida por el temible, aunque incomprensiblemente prestigioso, Apichatpong Weerasethakut. Si el nombre es complicado de pronunciar, su cine resulta mucho más difícil de explicar.

De este angelito había visto antes Enfermedad tropical, película imbécilmente simbolista protagonizada por dos homosexuales que se pelean mogollón y un tigre muy aburrido que se pasea por la selva. En esta ocasión, describe las consultas a una médico, en un pequeño pueblo, que le hacen monjes budistas, cantantes melódicos y soldados deprimidos. Hacia la mitad, vuelven a contarnos lo mismo pero adoptando el punto de vista de los pacientes. Un disparate tan tedioso como impresentable. Seguro que atrae a multitud de fans.

EL PAÍS » Enric González
En cierto sentido, se puede hablar de Sang sattawat permaneciendo en el ámbito criminal. Sang sattawat es un producto tailandés firmado por Apichatpong Weerasethakul, aclamado autor de Enfermedad tropical (Premio del Jurado en Cannes 2004). Resulta imposible hacer algún comentario sobre el pulso cinematográfico de Weerasethakul: la cuestión queda pendiente hasta el día en que decida mover la cámara. Para dar una idea del estilo, la secuencia inicial son cuatro minutos de mirada estática sobre un campo. Luego una doctora habla con un monje, mayormente sobre pollos y ácido úrico: 12 minutos de cámara quieta. El argumento se anima cuando, más tarde, un dentista hurga en la boca de otro monje mientras canta country tailandés. La escena dura más que la del ácido úrico. Lo del dentista-cantante debe ser, con toda probabilidad, un rasgo de humor tailandés.

Sang sattawat recibió algunos aplausos tras su primera proyección. Sería por la rigurosa elipsis narrativa, por la sobriedad escénica o porque, considerada como experimento visual, la obra no carecía de honestidad. A lo mejor le dan un premio. Si además de un León de Oro hubiera entre los galardones un León Catatónico, el autor tailandés podría quedárselo hoy mismo.

[...]

Hasta ayer, sólo Síndromes y el siglo, un producto tailandés de ritmo narrativo geológico, había mantenido viva la tradición de la siesta (como en "si esta película gana algo, no vuelvo nunca más"). Ayer se proyectó otro filme de la misma categoría, Fallen, de la joven directora austriaca Barbara Albert.

 

TSAI Ming-Liang

ABC » Oti Rodríguez Marchante
Dos de los directores estrella de esta edición de la Mostra, Darren Aronofsky y Tsai Ming-Liang, compartieron ayer una doble dicha, la de competir con su cine por el León de Oro y la de tener rendida a sus pies a toda la crítica internacional. Absolutamente rendida, arrastrada e implorando una capitulación sin condiciones: «¡por favor, ya basta, esto es insoportable...!» Ambos cineastas, el uno independiente americano y el otro independiente chino, rodeaban al espectador con técnica muy distinta pero igualmente eficaz: el chino te mataba de aburrimiento y el americano, pues de algo cercano a la vergüenza ajena.

Empezaremos por Tsai Ming-Liang, que tiene tanto prestigio en los festivales como los cruasanes en el desayuno; ha recibido en ellos premios de todos los colores y sigue, por lo tanto, aferrado a su estilo de narrar, del cual es un ejemplo perfecto la película presentada aquí, «No quiero dormir solo», título que, aunque bonito, no acaba de ajustarse a la historia que resbala pantalla abajo. Tal vez se debería de haber titulado «Que no te vean, que no te oigan, déjalos dormir». Sea lo que sea lo que quiere contar Tsai Ming-Liang, lo hace en un plano largo y oscuro y con menos dialogo que un sketch de Tricicle; los personajes son enigmas allí a lo lejos, en unos interiores húmedos de Kuala Lumpur (se sabe porque lo pone en la información adjunta), y sus acciones, o sea, las tres o cuatro que hay en las dos horas de película son del tipo lavarse, lavar a alguien, lavar ropa o fregotear un colchón... ¿Cómo resistirse a la fascinación de semejantes hechos? Personalmente, habré purgado ya unas diez o doce horas de la filmografía de Tsai Ming-Liang, por lo que me considero en disposición de proponerme para una de esas medallas al mérito deportivo. Sobre lo que cuenta «No quiero dormir solo» («sino acompañado de toda la sala», subtítulo que se le brinda generosamente) podría tanscribir lo que dice la sinopsis que piadosamente facilita el festival, aunque está tan próxima a lo que se ve como yo de mi merecida medalla.

EL MUNDO » Carlos Boyero
Si de la película anterior puedes describir trabajosamente su enloquecido argumento, de la china Hei yanquan, dirigida por el prestigioso desvergonzado Tsai Ming-Liang, me resulta imposible saber de qué va. Sólo me aburro con planos de duración interminable de una señora cuidando a un tetrapléjico, de un homosexual instalando en su casa a un enfermo que ha recogido en la calle. Además, hay un tipo joven que masturba a una señora adulta en un callejón a oscuras, pero me cuentan los enterados que esa secuencia no es real sino onírica. Si tienen la desgracia de tropezarse con ella alguna vez, les rogaría que me lo contaran. Su autor no es un cualquiera, sino alguien mimado por las revistas especializadas, las filmotecas y los festivales. No voy a calificarle de engañabobos ya que siento mucho respeto por los disminuidos mentales. Es algo peor. Que sus intelectualizados feligreses lo sigan disfrutando mucho tiempo.

EL PAÍS » Enric González
Todo lo que va mal puede ir peor. Esa perogrullada se demostró de nuevo en Venecia. Andaba el público afligido tras soportar la tediosa No quiero dormir solo, del celebrado cineasta malayo Tsai Ming-Liang, cuando The fountain, del no menos celebrado Darren Aronofsky, cayó como un alud de memez y pedantería sobre cientos de personas inocentes. Fue terrible. Sólo la bienintencionada Bobby, de Emilio Estévez, salvó una jornada aciaga.

[...]

Darren Aronofsky disfrutaba también de un buen punto de partida. Después de No quiero dormir solo, incluso una filmación página a página de la guía telefónica de Moscú habría sido vista con agrado.

Tsai Ming-Liang no es un cineasta cualquiera. En 1994 ganó en Venecia el León de Oro con Viva el amor, se llevó un León de Plata en 2004 y pertenece a la Orden de los Caballeros de las Artes y las Letras de la República Francesa. Siempre ha tendido a la autocomplacencia, pero la película que presenta este año en la Mostra se eleva hasta las más altas cimas del ombliguismo onanista. ¿Merece la pena dedicar cinco minutos a la contemplación de un señor de Bangladesh que lava con un trapo a un señor de Malaisia? Quien firma cree que no, pero allá cada cual con sus gustos. No quiero dormir solo aspira a rendir homenaje a la multiculturalidad de Kuala Lumpur y al honor de los emigrantes: eso es lo mejor que puede decirse de la película.

 

Alain RESNAIS

ABC » Oti Rodríguez Marchante
La de Alain Resnais, aunque afinada, no consiguió semejante unanimidad: como buena película francesa puede provocar, según el momento y la persona, ese golpe de estómago que anuncia el vómito. Es todo lo pedante que se puede suponer a Alain Resnais, aunque en esta ocasión al menos se humaniza hasta casi lo indecente y construye unos personajes cercanos (no es fácil conciliar la pedantería con la cercanía al público), que sufren y divierten, que muestran sus heridas pero en un tono cercano o ansioso de comedia.

Cuenta los pequeños desconciertos vitales de media docena de personajes, cuyas vidas se cruzan esporadicamente en un París de interior y de opereta; la puesta en escena de Resnais es teatralmente magnífica y cinematográficamente impecable; juega lo justo con la cámara y mucho con los espectadores; deja que sus personajes respiren por la herida y que sus actores se luzcan (Laura Morante, Sabine Azéma, Isabelle Carré, Pierre Arditi, André Dussollier y Lambert Wilson). Un viejo cineasta, este Resnais, que cada vez mira más de cerca y con cariño su propio cine.

EL MUNDO » Carlos Boyero
Alain Resnais, aquel reverenciado director francés que hacía películas insufriblemente artísticas e ilimitadamente aburridas sobre temas tan prestigiosos como la memoria, el espacio y el tiempo, gran ídolo del cine intelectual de los años 60 y 70, se dedica en los últimos tiempos a la comedia irónica, pero sigo sin pillarle la gracia. En Miedos privados en lugares públicos, rodada íntegramente en decorados y con transparente vocación teatral, cuenta historias paralelas de gente que se siente perdida y sola, aunque no logra contagiarme la menor preocupación por su desamparo. Parlotean todo el rato mientras cae la nieve, y las situaciones pretenden ser inquietantes y pintorescas, pero a mí sólo me provocan el bostezo. Ignoro si al final consiguen ser felices. Tampoco sé lo que pretende el autor. No soportaba su antigua seriedad, pero, ahora que va de tragicómico, me resulta todavía más cursi.

EL PAÍS » Enric González
También se presentó a concurso Pequeños miedos compartidos, una pieza de relojería del nonagenario Alain Resnais. Se trata de cine francés en estado puro, sin conservantes ni colorantes: un grupo de personajes encerrados en espacios interiores, en busca de una felicidad imposible. Dicho así, puede parecer espantoso. No lo es en absoluto. Se trata de un filme ligero, con rasgos de humor agridulce y una inteligencia notable. Tal vez no resulte apto para todos los paladares. La acogida de la crítica fue tibia tras la proyección. Cabe recordar que Alain Resnais firmó en 1955 el documental Noche y tinieblas, una de las obras supremas del cine. A su edad, puede permitirse pequeños ejercicios de estilo.

 


Jean-Marie STRAUB & Danièle HUILLET

ABC » Oti Rodríguez Marchante
No de tanta edad, pero mucho más viejo está el veterano Jean-Marie Straub, quien, como siempre, junto a Danièle Huillet, ha traído a competición «Quei loro incontri», una completa antigualla sobre textos de Cesare Pavese. Con un absoluto desprecio por la puesta en escena, el trabajo de adaptación, los tonos de interpretación y algunos otros detalles que le suelen dar empaque a una película, Straub aborda cinco de los veintiséis diálogos con Leuco del autor, unos textos breves y (también, parece que era el día de los adioses) crepusculares en los que se repasan asuntos cruciales del hombre y los dioses, el destino, el dolor, el deber, la muerte... En fin, textos dignísimos de ser leídos, y a eso se dedica la película en cuestión: dos fulanos de espaldas a la cámara y en un plano entre lo lejos y muy lejos empiezan la declamación del primer diálogo; una vez comido ése, pues llegan otros dos fulanos con el siguiente..., y así hasta que se consumen los cinco y los poco más de setenta minutos de cinta. Desafortunadamente para Pavese, para Straub, para el cine y para la literatura, es complicado no reírse (las posturas de los declamantes, o incluso el barrigón cervecero de alguno de ellos...), no aburrirse, o simplemente no irse... Francamente, daba un poco de cosa, pena, tal vez, asistir a ese ejercicio baldío con tantos elementos dignos de respeto.

EL MUNDO » Carlos Boyero
La Mostra, dando por supuesto que estábamos saturados del buen vino, nos ha preparado el garrafón en tetrabrik de arte y ensayo para que padezcamos en los últimos días. Llegó el muermo, el cine espeso y difícilmente estrenable al que tanta afición tienen los programadores de los festivales. Y da tanta pereza verlo como escribir de él.

[...]

El director Jean-Marie Straub y su mujer y colaboradora Danielle Huillet gozaron de boato crítico durante muchos años por esa actividad tan intelectual de hacer un cine militante y revolucionario, al margen de los circuitos comerciales, utilizando un lenguaje anticonvencional, desarrollando temas inaplazables acerca de las cosas del espíritu, el arte y la política. Mi frivolidad siempre encontró insoportable su obra. En Quei loro incontri un señor gordo y que está de espaldas a la cámara recita textos del estremecedor Cesare Pavese. Después le reemplaza una señora en idéntica función y también de espaldas. Y así todo el rato. Afortunadamente, este ejercicio poético sólo dura 68 minutos. Habiendo utilizado como libro de cabecera durante épocas sombrías el inolvidable El oficio de vivir, confieso que prefiero releer a Pavese en mi casa a que unos desconocidos que no me interesan nada lo hagan desde la pantalla de un cine.

EL PAÍS » Enric González
Una mención final a Quei loro incontri, de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, también en concurso. Los dos directores, veteranos sesentayochistas, ponen una cámara delante de unos actores que recitan a Pavese. No es ni teatro filmado. Es otra cosa, muy envarada y francamente peculiar. Mejor comprar los libros de Pavese y leerlos sin intermediarios.

 

Johnnie TO

ABC » Oti Rodríguez Marchante
Y algo parecido pasaba, ya puestos, en otro de los títulos ofrecidos fuera de la competición, el de Johnnie To «Exiled», en el que no se descerrajaran menos de cien o doscientos mil balazos, con su consiguiente efecto para la vida de los demás. Johnnie To es uno de los «maestros» orientales del género de tiros y más o menos reconocido por «Election». Esta «Exiled» está un peldaño por debajo en intención y en clima, pero nadie podrá decir de él que ha ahorrado ni un euro en munición.

EL MUNDO » Carlos Boyero
El cine de Hong Kong posee mayoritariamente tendencia a contar historias de gangsteres, a la sobredosis de violencia, a un sospechoso regusto por la sangre. Reconozco que retratan estas cosas con técnica espectacular, pero a mí me aburre mucho. Con el tema de la Mafia se pueden lograr imperecederas obras de arte como han demostrado Coppola y Scorsese, aunque no es el caso de Johnnie To en su sanguinolenta y demencial Exiliado. Va del mismo rollo que su anterior y triunfante Election. Ya saben a qué atenerse sus fans. Yo sólo percibo en ella mucho ruido y pocas nueces. No puedo entender las misteriosas razones de que este exotismo inútil figure en la sección oficial mientras que las excelentes películas españolas Azuloscurocasinegro y La noche de los girasoles andan ligeramente perdidas en la Mostra de Venecia.

EL PAÍS » Enric González
No hay mucho que decir sobre la tercera película en concurso, Exiliados, de Johnnie To: mafiosos chinos en Macao, honor entre asesinos, balaceras, sangre, un humor particular y un desarrollo tan previsible como un videojuego. Johnnie To sí cuenta con un público fiel, joven y tal vez alérgico al queso francés y al vino, que no quedará defraudado con su último trabajo. Formalmente, Exiliados posee una fuerte personalidad. Lo cual no debe ser interpretado necesariamente como un elogio.

 

David LYNCH

ABC » Oti Rodríguez Marchante
Ayer fue un día complicado para todos, y en especial para el público del personalísimo cineasta David Lynch, quien tuvo que compaginar dos situaciones extremas: en una sesión especial la Mostra le otorgaba un León de Oro como homenaje a su carrera, pero horas antes, cuando se proyectó para la prensa su última película, «Inland Empire», lo que muchos hubieran hecho con Lynch es precisamente echarlo a él a los leones. En un poco la tónica de este festival: o te dan el león o te arrojan a sus fauces...

«Inland Empire» (¿será Inland un modo un poco tontorrón de llamar al Infierno?) dura tres horas y no hay ni un solo minuto de ellas en el que el espectador haga pie. Uno está todo el tiempo flotando, braceando y pataleando, como un jugador de waterpolo, mientras que Lynch se dedica a su habitual repertorio de «tics» y vaciladas, de símbolos y rupturas espacio-temporales, de climas musicales y de truculencia hipnótica... Probablemente, todo tiene su sentido y se ajusta a unas claves que prácticamente todo el mundo desconoce, o al menos todos aquéllos que no sean de su clan o secta, y no compartan su farmacia de guardia (unos tíos en un escenario con cabezas de conejo...).

Personalmente, creo que David Lynch se ha pasado ya por completo al lado oscuro, como Gollum. En la estupenda «Mulholland Drive» costaba seguirle los pasos, pero aún se amoldaba hasta cierto punto al ritmo de sus seguidores; en ésta, ya sólo tiene lo sobrante de aquélla, y de salida se le pierde el hilo y ahí se queda uno colgando, o flotando, sin la menor idea, el menor interés, la menor intriga ni nada de nada por lo que le ocurra a una histérica Laura Dern, y los demás, como Jeremy Irons o Justin Teroux, que entran y salen a escena con la misma naturalidad que el mudo de los Marx. Afortunadamente, sólo son tres horas en compañía de esta Alicia, al otro lado del espejo y «puesta» de Dios sabe qué. O sea, tres horas y a otra cosa; alguien se imagina lo que ha de ser desayunar todos los días con semejante Lynch...

EL MUNDO » Carlos Boyero
Mi amigo Antonio Gasset, dueño del ingenio oral más sulfúrico e hilarante que he disfrutado nunca, junto al de José Luis García Sánchez, me comenta al final de las abusivas tres horas que dura Inland Empire que el cine de David Lynch sólo puede ser explicado desde la disfuncionalidad entrópica. Pongo cara de pasmo ante calificación tan sofisticada, hasta que la expresión de diablo alegre de Gasset me revela que su sarcasmo va a tener jocosa explicación.

Y como uno tiene inmerecida fama de soez y de parir titulares sonrojantes que atentan contra el buen gusto, estoy a punto de robarle ese intelectual enunciado a mi amigo para definir lo que acabo de ver y de sufrir, pero renuncio al plagio y recurro a mi sobado diccionario de insultos para intentar definir la última memez de David Lynch, jefe de la modernidad cinematográfica, tótem de cualquier practicante del videoarte y del lenguaje experimental que aspire a la categoría de inquietante y de molón.

Lynch, homenajeado en esta edición de la Mostra con el León de Oro a toda su carrera, no da muestras de haber enloquecido absolutamente con esta Inland empire que cualquier espectador sin referencias e inocente juzgaría como el delirio de un morador fijo del frenopático. Simplemente, se limita a llevar al paroxismo el estilo y las obsesiones que han caracterizado siempre a su enfermizo cine, si exceptuamos esas dos obras maestras tituladas El hombre elefante y Una historia verdadera, películas que si no existieran los títulos de crédito podrían ser atribuidas a Tod Browning y a John Ford, en vez de a este neurótico con talento visual y siempre empeñado en epatar.

Pero le han reído y coreado siempre las gracias y los disparates al niño bonito. Por lo tanto, resulta hipócrita que sus infinitos fans vayan a sentirse decepcionados ahora ante el transparente compendio de tonterías que acumula su última película. Lynch, que siente ancestral alergia hacia los argumentos entendibles y los guiones lineales, que prefiere fascinar a convencer, nunca ha tenido el menor interés en que sus historias pudieran ser descritas por los receptores. A lo que aspira es a despertar sensaciones y a que la parroquia se sienta cómplice con sus guiños para enterados. Pero si de Cabeza borradora, Terciopelo azul, Corazón salvaje, Carretera perdida y Mulholland drive podías entender a duras penas de qué iba su rarita movida, la trama de Inland Empire no la comprende ni el propio creador.

Creo que tiene que ver, pero sólo creo, con los sueños, con el remake de una película en la que la pareja protagonista fue asesinada al acabar el rodaje, con unos actores con máscaras de conejos que permanecen estáticos en una obra de teatro en la que no ocurre nada, con el psicópata marido de la actriz y su relación con una secta de inmigrantes polacos, con unas putas fantasmagóricas y lúbricas que torturan la mente de la actriz, con monstruos cuyo origen e interés se desconoce, con crímenes siniestros que parecen reales pero que sólo ocurren en una dimensión inexplorada del espacio y del tiempo. A lo mejor trata de esas cosas, o a lo peor no trata de nada.

La estética y la banda sonora están muy cuidadas, como es habitual en Lynch, pero también desprenden sensación de gratuidad, de que están al servicio de lo pretencioso e inane. La fotografía no es que sea oscura sino que te deja tan a ciegas como a los personajes de la pantalla. Utiliza angulares muy molestos y continuos para transmitirte sensación de distorsión, la ralentización de las imágenes llega a irritar y tampoco le encuentras el sentido, y la cámara a mano que maneja el propio Lynch consigue provocarte el mareo. Todo ello va acompañado de ruidos, acordes y sobresaltos con la identificable marca de la casa.

Lynch también la escribe y la produce. Él se lo guisa y él se lo come, su responsabilidad es absoluta en el desaguisado. Y por supuesto que tiene atmósfera y estilo, aunque no me enganche ni lo uno ni lo otro. ¿Y qué se salva, qué posee misterio y belleza en esta película? Pues como siempre en el cine de este hombre, algunas canciones, su privilegiado oído y su comunión con Angelo Badalamenti al introducir la cuantiosa música.

Asegura Lynch que él pretende hacer un cine que no pueda ser visto en un avión, en un coche o en un barco, que sólo pueda ser degustado en una sala oscura. En mi caso soy incapaz de apreciarlo donde quiera que lo proyecten. Reconozco que a veces me da un susto, pero en lo único que logra concentrarme es en mirar el reloj cada cinco minutos.

EL PAÍS » Enric González
David Lynch, que recibió un León de Oro extraordinario como premio a su carrera, desvió ayer la Mostra de Venecia hacia un terreno quebradizo y peligroso. Lynch trajo fuera de concurso un artefacto titulado Inland Empire. ¿Cómo es? Depende. Si debe ser juzgado según las leyes tradicionales del cine, Inland Empire es un tostón larguísimo (tres horas) e incomprensible. Como película, carece de guión y de sentido. El problema surge cuando se le aplican las leyes, mucho más tolerantes, que rigen sobre el arte en general. En ese supuesto, el artefacto de Lynch gana el pleito.

Intentemos describir el presunto delito. Si a la serie Twin Peaks (la música de Inland también es de Badalamenti) se le suprimieran los dos primeros capítulos, aquellos que dan un punto de partida mínimamente coherente, se le restara luz y se le diera un final arbitrario, modificable en cada proyección, obtendríamos algo no muy distinto a Inland Empire. Lynch filmó sin guión y, por primera vez, en digital, para poder improvisar incluso con las escenas ya grabadas.

El resultado no se aviene con eso que suele verse en unas salas oscuras que llamamos cines. La estructura, amorfa, va más allá de lo arbitrario. Si el operador confunde el orden de las bobinas no pasa nada. O sí pasa: surge una versión distinta. Se puede añadir y quitar a voluntad. Se suponía que el Inland Empire de Venecia duraba 172 minutos. Duró 185. Tal vez se estrene ante el público con mucho menos minutaje, porque, según rumores de la industria, a los directivos de Studio Canal, que comercializa el producto, no les convence el rollo de la curvatura espacio-temporal.

En la conferencia de prensa posterior a la proyección veneciana, David Lynch afirmó que su artefacto tenía sentido, sin especificar cuál. La actriz principal, Laura Dern, admitió que el significado de Inland Empire se le escapaba por completo y que se había limitado a hacer en cada momento lo que le pedía el director. Teniendo en cuenta que trabajó a oscuras, sin saber quién demonios era su personaje, Dern está muy bien. La veracidad de sus expresiones angustiadas podría estar relacionada con las condiciones del rodaje.

Todo está ya inventado. Y resultaría fácil descartar Inland Empire hacia ese páramo sin leyes en el que conviven videoinstalaciones, bromas visuales (también llamadas arte conceptual), Yoko Ono, happenings y los hallazgos más rebuscados de las artes decorativas. En el juicio que nos ocupa, la pregunta esencial es: ¿quién define lo que es arte? No el público: eso desemboca en la dictadura del mercado. No los críticos: eso desemboca en una tiranía oligárquica. ¿El observador individual? Tal vez, pero ahí se corre el riesgo de la subjetividad absoluta. Por eliminación, la responsabilidad última recae en el propio artista. Idealmente, el creador, con absoluta honestidad, decide lo que es y lo que no es. Todo esto, por supuesto, es elucubración barata. Las cosas no funcionan de este modo.

Acabemos. Inland Empire (el título se refiere tal vez a una zona cercana a Los Ángeles) puede ser calificada de tomadura de pelo. Lo mismo puede decirse, salvando las inmensas distancias, de un cuadro de Paul Klee o del Finnegan's wake de James Joyce. A este corresponsal se le han agotado los circunloquios: a la salida del cine comentó que el artefacto era un insulto al espectador y, sin embargo, sigue dándole vueltas al insulto, encontrándole matices y, lo que es más grave, recordando con placer el inmenso disparate.

Tren de sombras Núm. 6-7, verano de 2006.
© José M. López Fernández y trendesombras.com
LA CATATONIA NACIONAL
 


Compilación de citas:

Jia Zhang-ke

Apichatpong Weerasethakul

Tsai Ming-liang

Alain Resnais

Jean-Marie Straub & Danièle Huillet

Johnnie To

David Lynch