Shara habita en el terreno de lo invisible.
Lo que puede parecer una afirmación arriesgada,
pues el cine se ha considerado tradicionalmente como
parte de las artes de lo visible, quizá no
lo sea tanto si se tiene en cuenta que las principales
armas del cineasta son sustractivas: la elipsis,
el fuera de campo, el silencio. Y Naomi Kawase se
sirve de ellas con maestría. Bajo su mirada,
lo visible y lo invisible se entremezclan pero será lo
invisible —lo sugerido, aquello que no vemos
pero sabemos que está ahí— lo
que convierta a esta película en una experiencia
germinal. Tras un escueto título en blanco
sobre negro, la cámara de Shara se
despierta en una habitación oscura atestada
de objetos surgiendo del negro en un lento fundido,
y comienza a moverse buscando una salida, con cierta
pereza, como si le costara despertar; quizá por
ello Kawase ralentiza estas primeras imágenes.
Al mismo tiempo, comienza a pecibirse un lejano martilleo,
que será un motivo sonoro recurrente lo largo
de todo el filme, sin que podamos intuir todavía
qué lo provoca y unas voces infantiles irrumpen
desde el exterior de la estancia y del encuadre,
como si no pertenecieran a este tiempo enfangado
y somnoliento en el que hemos despertado. La cámara
es, más que nunca, la mirada de los espectadores
mientras avanza, curiosa y desorientada, como si,
al igual que nosotros, fuese la primera vez que posa
su mirada en lo que le (nos) rodea.
Una vez en el patio, descubrimos a los dueños
de aquellas voces, dos niños gemelos, y
es entonces cuando todo comienza. Repentinamente,
la banda de sonido enmudece y Kei grita el nombre
de su hermano, —¡Shun!, echando
a correr perseguido por éste y por nosotros
en un travelling fastuoso que nos lleva por
un pasillo angosto y más habitaciones oscuras
hasta las ardientes calles de Nara, la ciudad natal
y cinematográfica de Kawase, en una carrera
jovial sin rumbo aparente en la que los niños
juegan con los adornos de las casas, engalanadas
para el Festival Basara que se celebra cada verano,
y se persiguen hasta que, al volver una esquina,
Kei se desvanece repentinamente en el aire. Esta
desaparición —la presencia constante
de su ausencia— se adueñará por
completo de todo el filme en una maniobra en la que
reverberan ecos de L’avventura (1960) y, al
igual que en la película de Antonioni,
su representación tiene lugar fuera de campo
por lo que hasta la propia desaparición se
diluye en lo invisible. Antonioni y Kawase filman
la desaparición de una desaparición,
por así decirlo. Y en ese momento, nosotros,
desarmados por la euforia de la carrera anterior,
asistimos perplejos a la perplejidad de Shun, a su
miedo quebrado y fino mientras busca a su hermano
y una repentina ráfaga de aire le (nos) asalta
y recuerda que aún seguimos aquí, en
las calles de Nara, la antigua capital de Japón.
Tras este deslumbrante arranque, donde ya es palpable
el promiscuo diálogo que Shara establece
con lo invisible, un largo fundido a negro que funciona
en sentido inverso al que abre la película
cierra el prólogo. El tiempo de la historia
ha avanzado cinco años, pero para la familia
Aso se ha quedado estancado en el día de la
desaparición de Kei (irónicamente,
el de la festividad del dios Jizo, protector de los
niños). Shun está ahora trabajando
en un retrato a tamaño real de su hermano
desaparecido y comparte una torpe atracción
con Yu, una vieja amiga de la infancia; la madre
de ésta, Shouku, esconde un secreto que afecta
directamente al pasado y al futuro de Yu; Reiko,
la madre de Shun y Kei (interpretada por la propia
Naomi Kawase), está embarazada y ocupa su
tiempo trabajando en el jardín; Taku, el padre,
es un artesano que elabora tinta china según
métodos tradicionales, y que durante la época
de estío se ve obligado a detener su actividad
que necesita bajas temperatura y humedad, por lo
que vuelca todos sus esfuerzos en la organización
del desfile del Festival Basara.
Según la acertada y borgiana definición
de Eduardo Rojas(1), Shara es
un jardín recorrido
por senderos que se bifurcan, pero ha de verse también
como un río. Shara no sólo florece,
también fluye en una corriente guadianesca
de puesta en escena y descubrimientos maravillosos
que unas veces se deja ver y otras no, ocultando
todo el caudal de dolor que la desaparición
de Kei ha apresado. Estos diques emocionales caracterizan
a una cultura tan propensa a la contención
como la japonesa y han terminado, de manera natural,
por impregnar su cine. En este sentido, Shara es
una brillante revisitación del tradicional shomingeki (dramas
de gente corriente) y su vertiente más dramática,
menos amable, que podría personificarse en
Mikio Naruse. Baste con citar las, en ocasiones,
tortuosas historias que discurren bajo Nubes
flotantes (Ukigumo,
1955), Nubes dispersas (Midaregumo,
1967) o La voz de la montaña (Yama
no oto. 1954). Para Akira Kurosawa, el método
de Naruse consistía en «apoyar cada
breve toma en la anterior, de modo que cuando las
veías todas consecutivas en la película
montada daban la impresión de una sóla
toma larga. Fluyen tan magníficamente que
los empalmes son invisibles. Este fluido de tomas
cortas que parece calmado y normal a primera vista
acaba revelándose como un río profundo
con una tranquila superficie que oculta una violenta
corriente de fondo»(2).
Los estilos de Naruse y Kawase son, evidentemente,
muy diferentes pero la violenta corriente subterránea
que Kurosawa apreciaba en Naruse se encuentra presente
también en Shara. Kawase, al contrario
que Naruse, prefiere las tomas largas cámara
en mano y su estilo se orienta hacia el plano-secuencia,
aunque se trate más de un punto de partida
que de una ley inquebrantable, pues Kawase no renuncia
al corte en el interior de la escena. Muchas se resuelven
en un solo plano pero otras, como el desfile Basara
sobre el que volveremos, se construyen mediante
planos similares entre sí montados en corte
directo con un raccord sólo en apariencia
descuidado, lo que provoca la sensación de
presenciar una única toma sin cortes.
La elección de la cámara en mano —muy
alejada de los parkinsonianos desvaríos de
otros cineastas— es absolutamente consecuente
no sólo con la historia narrada sino también
con el punto de vista elegido, atento a la captura
la inestabilidad de lo vivido y su fluir constante.
Para su manejo Kawase eligió a Yukata
Yamasaki —habitual de Hirokazu Kore-eda— que
había realizado previamente varios documentales
para televisión. El devenir inestable de su
cámara autógena (ese irse construyendo
poco a poco que ya se ha mencionado) contribuye al
aroma de “captura” de lo real característico
del cine documental tan patente en Shara.
La cámara fluye sin límitaciones temporales
ni espaciales —y qué mejor demostración
que su vuelo final sobre los tejados de Nara— trazando
su propio recorrido con aparente libertad, anticipando
los movimientos de los personajes y siendo capaz
de esperar, lúcida y expectante, a que hagan
sus respectivas entradas y salidas de campo. Con
este coqueteo constante entre lo invisible y lo visible,
Kawase logra expandir el espacio escénico —incluido
el que Noël Burch llamaba “el espacio
detrás del decorado”— configurando
una potente dialéctica entre lo que se encuentra
dentro y fuera de campo.
Este impulso de exploración de los cuerpos
y el espacio está presente también
en las escenas donde los personajes se desplazan —como
el paseo en bicicleta de Shun y Yu al volver de la
escuela, la carrera de ambos antes del parto de Reiko
o la persecución de los dos hermanos durante
el prólogo—, largas escenas donde la
cámara corre pareja a los cuerpos en movimiento
manteniendo una distancia más o menos invariable
respecto a ellos aunque, a veces, decide rezagarse
durante unos instantes, o moverse a su alrededor,
escrutando las distancias, incluso perdiendo de vista
a los personajes al doblar alguna esquina. Estas
soluciones formales comparten una cierta inspiración
expectante con el cine de Hou Hsiao-hsien, como,
por ejemplo, el paseo en moto del trío protagonista
cerca del final de Goodbye
South, goodbye (Nan
guo zai jian nan guo, 1996) o a
la escena de apertura de Millenium
Mambo (Qianxi
manbo, 2001), otro travelling ralentizado
y triunfal como el que abre Shara.
El sonido es la otra parte esencial de la poética
de lo in/visible que maneja la directora de Nara(3).
Liberado de su tradicional subordinación ante
la imagen, en ocasiones parece surgir de un ninguna
parte sonoro —otra forma más de
fuera de campo—, como ocurre con el continuo
chirriar de la naturaleza o el rítmico martilleo
que recorre el filme, no siempre con justificación
diegética, que crea un continuum sonoro
que relaciona la desaparición de Kei, también
durante el festival Basara cinco años atrás,
y las situaciones personales de los personajes en
el momento presente de la historia(4). El sonido
se convierte en estas ocasiones en una presencia
sin referente concreto en las imágenes, una
ausencia que expande su significación hacia
terrenos sugeridos o incluso ya visitados como ocurre
en la escena en que Shun sale de su casa y vaga por
los alrededores mientras diálogos anteriores
llenan en off la banda de sonido, entremezclándose
con el martilleo incesante, hasta que se detiene
en el lugar donde, cinco años atrás,
desapareció su hermano. Y en ese momento,
Shun mira a la cámara y sostiene su mirada:
los observadores somos, repentina y sorpresivamente,
visibles.
|
«Pero puede suceder que, de pronto, inesperadamente,
y con mucha frecuencia en la media luz de las
miradas furtivas, columbremos otro orden visible
que se cruza con el nuestro y que no tiene nada
que ver con él». |
|
John
Berger. El tamaño de una
bolsa |
Shara habita en el terreno de lo invisible,
pero Kawase se permite también pequeños
(o deslumbrantes) destellos de visibilidad; como
la mirada de Shun. De hecho, todo el filme puede
entenderse como el tránsito desde la “oscuridad” hacia
la “luz” —Taku escribe para Shun
y Reiko estos dos kanji con la tinta china
que él mismo elabora— y, durante parte
de ese trayecto, lo invisible ha de convivir necesariamente
con lo visible, en ese limbo a media luz que hemos
dado en llamar lo in/visible. Todos los personajes
avanzan por ese camino en solitario aunque, a la
par que individuos, también son piezas de
mecanismos complejos —familia y comunidad son
dos conceptos fundamentales para Kawase— que
han de ser reajustadas conjuntamente para que puedan
seguir funcionando. Y este reajuste se produce en
forma de sucesivas ceremonias grupales en las que
la familia Aso purga todo el dolor acumulado
en esos cinco años de indeterminación,
como la que sobreviene tras el hallazgo de los restos
de Kei. Con un conmovedor pudor, Kawase elige que
la conversación en que un policia se lo comunica
a Taku tenga lugar, una vez más, fuera de
campo. La cámara se centra en Shun que, desde
el piso superior, la escucha al mismo tiempo que
nosotros: de nuevo, la película parece irse
construyendo para el espectador sobre la marcha,
como ya ocurría en el prólogo. Por
supuesto, el hallazgo de Kei nunca volverá a
mencionarse, los restos de su cuerpo (y toda su historia)
son dejados intencionadamente fuera del filme. Al
conocer la noticia Shun pretende abandonar la casa
con urgencia pero el impulso protector de Taku —obsesionado
con no dejar que Shun huya sin afrontar la dolorosa
realidad— se convierte en presa inmovilizadora,
un abrazo violento que finalmente logra calmar a
Shun (el que poco después éste se
acerque a Taku por primera vez en el filme y
se decida enseñarle el retrato de Kei así parece
afirmarlo).
A través de este retrato en el que ha estado
trabajando largo tiempo, Shun busca alejar a su hermano
desaparecido del olvido —la más dolorosa
invisibilidad— otorgándole un rostro,
pero en ese lienzo también se encierra una
búsqueda identitaria de sus propias facciones,
un proceso de autoafirmación: ante ese rostro
imaginado que es el suyo propio, Shun no sólo
se enfrenta al rostro de su hermano tal cual hubiera
sido cinco años después de su desaparición,
sino que observa también su propio reflejo
como si, finalmente, su hermano y él se convirtieran
en un único ser, una sensación añorada
que acompaña toda la vida a los hermanos gemelos
y que, con la desaparición de Kei, le fue
bruscamente arrebatada.
Shun ha encontrado en estos años un cuerpo
sustitutivo para el hueco dejado por su hermano;
se trata de Yu, una vieja amiga de la infancia con ánimo
de amar, aunque sus inocentes y conmovedoras tentativas
sensuales no se materialicen más allá de
un furtivo beso en —dónde si no— un
jardín. Una cierta melancolía acompaña
a la adorable, dulce Yu, una melancolía indefinida
y sin causa aparente pero cuyo origen descubriremos —de
nuevo al mismo tiempo que el propio personaje— en
una zona de sombra de su pasado hasta entonces oculta.
En esa hermosa escena —otro travelling calmado
y sin concesiones por las estrechas callejuelas de
Nara al atardecer— Shouko le descubre a Yu
que no es su verdadera madre, pero lo hace resguardando
sus palabras en el envoltorio mítico del cuento, —“Hace
mucho tiempo en un lugar muy lejano vivía
una jovencita con su hermano mayor…”,
poniendo en tercera persona una revelación
que de otra manera hubiera resultado menos soportable.
Nuevamente, lo enfático es dejado fuera de Shara.
Tanto Shun y Yu como el resto de los integrantes
de la familia Aso han iniciado el reajuste, podemos
percibirlo, pero será en un par de secuencias
decisivas donde “otro orden” se haga finalmente
visible. La primera de ellas es el desfile del festival
Basara: Taku y Shun forman parte del dispositivo de
seguridad conteniendo a la gente que observa el avance
del río multicolor de las compañías
de danza; Reiko y Shouko se han acercado a presenciar
el desfile y se mezclan con la multitud; Yu baila al
frente de una de las compañías y serán
su cuerpo cimbreante y su mirada desafiante los que
gobiernen esta escena de pura celebración extática,
de fisicidad húmeda y desbordante, que podría
situarse entre las hipnóticas escenas de danza
de Sans Soleil (1983.
Chris Marker) y el catárquico final de Zatoichi (2003. Takeshi Kitano). Las compañías
de danza avanzan lentamente al ritmo de la música
de percusión y los pasos primarios y repetitivos
de una Yu entregada nos dan a entender que la sutileza
tiene poco que ver aquí, se trata de una invocación,
una ceremonia pagana de exaltación colectiva
de la naturaleza que, finalmente, decide manifestarse.
Sin previo aviso, un aguacero tropical desgarra el
sol oblicuo de la tarde y alivia el calor acumulado
en la atestada calle, y convierte esta escena en una
pura y brillante liberación, los cuerpos se
desbocan, ríen, gritan, se empapan de agua y
luz. Ante esta epifanía, Taku y Shu abandonan
sus labores de contención y se unen al fluido
danzante, libres por un momento —el primero— del
peso que arrastran. Y del mismo modo que vino, el aguacero
regresa a lo invisible, pero unas gotas sobre el cristal
de la cámara nos recuerdan, una vez más,
que seguimos aquí, en las calles de Nara.
Este
breve pero intenso diluvio supone la aparición
definitiva de la naturaleza en Shara, pero ésta
ya se había manifestado previamente en pequeños
detalles como la ráfaga de viento que busca
a Shun tras la desaparición de Kei en el
prólogo o en el perenne jardín que
se extiende como una alfombra de verdes entre las
calles y casas de Nara. Contaba nuestro compañero
Emilio Toibero que Alain Robbe-Grillet dijo de
Antonioni que era el único cineasta capaz
de filmar el viento(5). No pretendo llevarle la
contraria al novelista y guionista francés
pero me gustaría añadir otro nombre
a su solitaria lista: Kawase no sólo ha
filmado el viento; también ha logrado apresar
en celuloide el más sorpresivo y bello aguacero
que yo recuerde, en una escena llamada a defender
su torrencial importancia para el cine contemporáneo
en los años venideros.
La segunda de las escenas es el parto de Reiko,
el catalizador final donde confluyen todas las líneas
de fuerza planteadas anteriormente por Kawase y al
que asisten todos sus personajes: Taku, Shun, Yu
y Shouku, además de dos parteras, acompañan
a la madre. Durante el parto las manos se buscan,
las miradas se enlazan, las respiraciones se acompasan;
todo fluye, todo adquiere finalmente una meta y los
ojos miran de nuevo al frente, mientras la cámara
se muestra más inquieta que nunca y se asoma
al grupo como uno más. Han pasado cinco años
desde la desaparición de Kei, y será un
nuevo cuerpo hasta entonces oculto el que, al hacerse
visible entre las piernas de Naomi Kawase, venga
a pasar página y llenar el vacío enquistado
en todos ellos. El bebé surge —unos
llegan, otros se han ido— y Shun llora como
un recién nacido, y puede que esta vez no
sea una metáfora.
Como revela la propia cineasta, el parto se incorporó al
filme poco antes del inicio del rodaje en respuesta
a la irrupción del azar (uno de los fermentos
más interesantes del cine contemporáneo): «Durante
los preparativos del rodaje asistimos al nacimiento
de un niño en el barrio. La escena del parto
es muy importante en Shara. Cuando, pensando
en mi película, [pregunté] por la manera
en la que se desarrollaba, Kazumi Shibata, que interpreta
el papel de una de las parteras, me respondió que
esas cosas no se podían explicar, que era
necesario asistir por uno mismo. Y eso es lo que
hice. No sabría explicar con palabras la emoción
que me invadió asistiendo a este nacimiento,
viendo la felicidad que resplandecía en todas
las miradas de la familia reunida en torno a la madre»(6).
Y lo que Kawase no pudo explicar con palabras decidió filmarlo.
Una vez completada la ceremonia primigenia del parto,
Kawase deja al grupo, “reunido en torno a la
madre” y la cámara comienza a retroceder —de
nuevo el pudor necesario del cineasta y de nuevo
un travelling— desandando parte del
camino que recorrió durante el prólogo
mientras se escuchan en off las voces de Shun
y Kei que abrían la película. La cámara
daba comienzo a la historia despertándose
y buscando a sus personajes y la cierra alejándose
de ellos, retrocediendo no ya hacia la oscuridad
de la que surgió sino hacia las diáfanas
alturas y el cielo esperanzado de Nara.